miércoles, 15 de febrero de 2012

No siempre hay perdón.

Esta historia me ronda hace tiempo por la cabeza. No sé si seré capaz de trasladarla al papel, pero aquí va:
Eran casados. Ella con un Ingeniero de Caminos Jefe de la Dirección General en la Comunidad Autónoma en la que residen y profesional asociado del despacho más solicitado de la ciudad en materia urbanística. El, con una médico del Servicio de Urgencias del mayor hospital de la ciudad. Ella, estudió Derecho, pero no ejerció nunca, y se dedica a las labores domésticas que incluye el cuidado de sus hijos. El es abogado, pero de los que no alcanzan a cubrir los gastos del despacho algún que otro mes. Ahora, después de uno de esos magníficos polvos a los que se han acostumbrado, reposan tranquilos y abrazados. Ella acariciándole suavemente el pene, el, pasando su dedo, suavemente, sobre el alveolo del pezón izquierdo. Y de esa forma, suave, se dicen palabras tiernas y delicadas. Tan a gusto están que el dice “Soy capaz de dejarlo todo por ti. Quisiera estar siempre a tu lado”. Ella, sonriendo le dice “Bonita fantasía” y él, mirándola a los ojos y sacando la voz desde la parte más íntima de su alma, le responde que, si, que dejaría todo, su mujer, su trabajo, todo, por estar con ella. Ella, sobresaltada, se separa de él, se levanta, se viste y se va con un “Hasta Pronto”. El se queda en esa cama de hotel, sabiendo que lo que le acaba de decir es la absoluta verdad y pensando que le ha dejado con la factura y que va a tener que gastarse los últimos 100 euros que le quedan para pasar la semana. Tiene que pagar en efectivo, no puede arriesgarse a que su esposa le descubra el cargo en la cuenta si paga con tarjeta.
Han pasado varios días, él esta cenando con su esposa en casa. Su esposa habla, no recuerda exactamente de qué, pero en un momento le parece oír que le pregunta que como está, que lo encuentra raro, últimamente. El contesta, por mero trámite, que no, que esta como siempre, que cosas del trabajo, que está bien. La esposa insiste, hasta impactarle con la demoledora pregunta “¿no estará con otra?, dime ¿me la estas pegando?” (Siempre ha sido un poco bruja, la jodida) El dice que no, que como se le ocurren esas cosas, que imposible, que solo la quiere a ella, que no podría. La esposa le lanza una de esas miradas atravesadas que le ponen tan nervioso, y deja la conversación.
Ella ha pasado la tarde con las amigas en un café. Está un pelín colocada porque las amigas se han empeñado en tomar una botella de cava para celebrar el divorcio de una de ellas. “Pobrecilla” piensa ella, “qué menos”. Su marido llega tarde, como todos los días y tras el beso de saludo, le cuenta que Pepe, si ese Pepe, el que estaba escayolado en la cena de fin de año, se divorciaba, que su esposa, desde que le dieron la Dirección del Departamento en el que trabajaba, estaba insoportable, que hasta salía con amigas por la noche, que, en todo caso, el divorcio le iba a salir barato: las esposa de Pepe, ganaba más que Pepe, y así, con esa sonrisa tonta que le salía a veces, el marido bromea sobre que había acertado casándose con ella, que no había querido trabajar y quedarse en casa, que era difícil encontrar un marido con tantos posibles como él, y que la quisiera tanto, claro. Ella contestó que si, que desde luego, que así era, y se pusieron a ver la televisión.
Están en el mismo hotel, la habitación muy parecida a la última. No han llegado a desnudarse del todo, todavía. Hablan de lo mucho que se desean y de que tienen que verse más a menudo y él, con el pantalón en la mano, le pregunta si ha pensado en lo que le dijo la última vez, ella le dice que no, que no tenía nada que pensar, que sería muy bonito pero que las cosas eran así. El, dejando el pantalón en la silla, se encara con ella y le dice: “Voy a dejar a mi esposa”. Ella lo mira, se queda quieta, le dice “no lo hagas”. El, se lanza a sus labios, le besa hasta que le duelen y abrazándola, hasta convertirla en su propio cuerpo, le susurra al oído “cambiaras de opinión”.
El está en trámites de separación. Se ha buscado un pequeño piso de alquiler sin saber muy bien como lo va a pagar y se está preparando la cena, solo. Ella, esta vistiéndose en su habitación, tiene una importante cena de esas de “alto copete”, su marido le está abrochando el collar de diamantes, susurrándole al oído que cada día está más joven y que cada día le sientan mejor los diamantes.
El ya tiene la sentencia de separación, ha quedado con su esposa, bueno, ya su ex, para ultimar los últimos detalles. No ha sido un trámite conflictivo, de hecho su esposa lo ha llevado con gran entereza. Está sentado a la mesa del restaurante donde han quedado para comer un menú del día bastante aceptable. Cuando llega su esposa, bueno, su ex (tiene que acostumbrarse) la encuentra deslumbrante, ha perdido cinco kilos, por lo menos, en el último mes que hace que no la ha visto. Lleva una blusa con los botones desabrochados justo al límite del canalillo y un vaquero ajustado. Se dan dos besos, y aunque la conversación es algo torpe al principio, pronto se encuentran hablando con la fluidez de siempre. Poco a poco el se va sintiendo más cómodo, más afable, y va recordando lo mucho que ha querido a esa mujer, lo mucho que tiene en común con ella y sin dar muchos rodeos, se lo confiesa, le plantea sus dudas, sus errores, le pide que le perdone, que olvide lo que ha pasado, que le deje volver a vivir con ella, que vuelvan a intentarlo. Ella, su esposa, bueno, su ex, con lágrimas en los ojos, tarda mucho tiempo en contestar, pero sus labios, cuando se mueven, solo dicen, “no”, “no”.

Una de entierro

El otro día estuve de entierro. En realidad fueron dos, pero del primero solo acudimos a dar el pésame en el velatorio y del segundo acompañamos a la familia hasta la entrada a misa. Yo me quedé en la puerta, siempre me siento rechazado por una fuerza invisible. Cualquier día de estos apostato, pero hoy, no, mañana.
Entre uno y otro, mi querida cónyuge y yo, dimos un paseo por el Cementerio. Bueno, más que un paseo fue una visita al nicho de mi suegro y de la conversación que tuve entresaco aquí, debidamente embellecido, lo que podréis leer a continuación:
La mañana estaba fresquita pero agradable. Las calles del Cementerio estaban soleadas, y las flores de plástico parecían recién puestas por la humedad del rocío. Todo estaba tranquilo y silencioso, y, hasta nosotros, cogidos del brazo, andábamos despacito para no hacer ruido.
Yo iba fumando mi segundo purito del día. Me pareció adecuado ir echando humo entre los nichos decorados con las flores de recuerdos eternos de otras vidas. Mi esposa iba hablando bajito y yo estaba medio abstraído en la futilidad de mis pensamientos sobre el trabajo que se quedaba para más tarde, sobre el último “pisito” que vamos a ocupar, sobre las ventajas de la incineración, en fin, con las cosillas habituales, teniendo en cuenta el entorno. Medio abstraído como iba, medio escuche el último comentario de mi esposa:
-          … y tú fumas demasiado, cualquier día me das un disgusto.
-          No fumo para darte un disgusto…
-          Pues tienes que dejar de fumar… En casa no vas a fumar más.
Esta es una amenaza que me viene repitiendo día a día, pero que al final solo se queda en amenaza. Bueno, algún día la cumple y no me deja fumar, pero son los menos y como me aguanto hasta que se va a la cama… pues eso.
-          … además no te creas que no me entero que fumas cuando me voy a la cama. Abres la ventana y la habitación se queda helada y al día siguiente hasta que ponen la calefacción…
-          Bueno, mujer, no lo haré más.
-          Bah. Si siempre te sales con la tuya, no sé como lo haces…
-          Bueno, vivimos juntos, una vez por mí, otra vez por ti.
-          Pues aún está por ver cuándo es por mi, porque hasta ahora no me he enterado, y además que no es eso, que cualquier día me acabas aquí.
-          Bueno aquí acabamos todos.
-          De eso nada, yo soy donante de órganos y quiero que dones mi cuerpo a la ciencia.
-          Ni te lo creas – me pare, y la mire a los ojos – Ósea que viva, casi no dejas que te toque y resulta que muerta voy a dar tu cuerpo para que lo manoseen todos los que quieran Ni te lo creas.
-          Pues haré un testamento de esos vitales y lo dejare por escrito.
-          Ya, pero si ni tus hijos ni yo queremos donar tu cuerpo, ya me contaras como pretendes hacer cumplir esa donación.
-          No te hagas el listo conmigo, ya iré donde tenga que ir.
-          Te aviso que impugnaré el testamento
-          Que si que si, di lo que quieras pero igual aprovecho para dejarte sin nada.
-          ¿Es que piensas dejarme algo? – Aclaro que el cónyuge no es heredero, y, aunque podría recibir algo por via de legado no es lo habitual en estar tierras.
-          Mi recuerdo, ¿Qué más quieres?
-          Pues eso, precisamente, algún recuerdo más grato… más carnal…
-          Aghhh chico siempre pensando en lo mismo, que cansino eres, pues ya sabes que estoy con las hormonas, que no me encuentro… que entre que me viene la regla y no, pues eso.
-          Ya ya, pero cuanto más ruda es la realidad más fuertes se hacen los deseos.
-          Bah, tampoco será para tanto, digo yo, y además, que hasta en un Cementerio no se te quite de la cabeza, vamos…
-          Pues un sitio de lo más adecuado… ¿sabes de donde viene eso de “este es un calavera”?
-          ¿Calavera? Pues de que es un irresponsable, un viva la virgen, que se yo…
-          No, no, viene de que en la Alta Edad Media la gente solía pasear por lo cementerios, y había muchos hombres que, con la escusa de consolar a viudas y mujeres en general, se las llevaban tras las tapias, para que les consolaran a ellos. Esos eran los calaveras los ligones de nuestros tiempos, vaya. Fue una práctica extendida durante mucho tiempo: venir a ligar a los cementerios.
-          Ya, y ¿tu necesitas que te consuele?
-          Si me dejas que te consuele yo a ti, antes, estoy viendo allí un rinconcito bastante agradable.
-          Anda, anda… que ya te vale. Tira para el velatorio que te la voy a cortar como sigas así… Además para que tanto empuje si luego te me quedas en nada.
Eso último ya era para ofenderme y con malas artes, así que pasamos a una serie de expresiones que ya no puedo reproducir sin atentar contra el sentido u objetivo  de lo que me trae a esta page. El caso es que volvimos al edificio del velatorio hasta el momento, como ya conté antes, de entrar a misa. Me despedí de mi santa con un besito, quizá un tanto carnal para la situación y me marché con la sensación de haber perdido otra oportunidad. Si es que es verdad, si en el fondo no somos nadie…

UN CUENTO

Era un Príncipe Azul. Creció y lo educaron para ser un Príncipe Azul. Así que lo era: alto, guapo, rubio, bien dotado, cachas, buena voz, etc. Al cumplir la mayoría de edad se le entregó un Memorándum con todo lo que se esperaba de él. Y para lo que a este cuento interesa, su primera misión era “Contraer Matrimonio con Princesa de Cuento”. A ello se puso.

Salió al mundo y lo recorrió en gran parte. No le llevó mucho tiempo, porque su mundo tampoco era muy grande. Disfruto de algunas aventuras donde demostró su buena preparación, valor y predisposición para llevar a cabo grandes cosas. No olvidaba su objetivo, una de sus misiones principales: encontrar a la Princesa de Cuento. Se informó de algunas candidatas, y le fueron ofrecidas algunas, e, incluso tuvo la osadía de rechazar a alguna que otra. Debía aspirar a la mejor, en ello iba gran parte de su suerte. Tal y como le habían enseñado, la mejor, debía ser la más difícil, aquella que, para encontrarla, debía entregarse más duramente, pasar las peores y las más difíciles pruebas.

Encontró la pista de una Princesa, dormida en lo alto de la torre de de un palacio en lo más profundo del bosque. El camino difícil y plagado de los más terribles peligros llevaba al aposento de esa Princesa a la que, con un tierno y amoroso beso, lograría despertarla y con ello que consintiera en contraer matrimonio.

Inició el camino. Tuvo que resolver complicados enigmas, enfrentarse a terribles criaturas, abrirse paso entre vegetación densa e infestada de insectos, e, incluso, vencer en honorable duelo a otro Príncipe Azul y a algún otro indeseable en tan honorable pelea.

Llegó y frente a la Princesa de Cuento, se conmovió y se dijo que todo había merecido la pena. Acercó sus labios a los de ella, queriendo poner en ellos el beso, más tierno, más dulce, más inolvidable que el mundo hubiera conocido.
Y ella, despertándose sobresaltada, grito:

- ¿Quién sois?
- El Príncipe Azul, claro. Y, ahora, si os complace, vuestro humilde prometido – Aclaró él.
- No, no, estáis en un error, alguien os ha informado mal. – Tartamudeo ella.
- ¿Cómo? No, no, no hay error posible… - Insistió él.
- Mi buen caballero, yo ya fui despertada… Es cierto que no hace mucho tiempo, pero ya tengo mi Príncipe Azul. Vamos, de hecho, ya estoy casada con él. – Explicó ella.
- ¿Cómo? – Se encontraba algo aturdido, no podemos esperar del él mucho ingenio - ¿Casada? ¿Con otro?
- Si, me temo que si. Veréis, en estos momentos me encuentro sola porque el bueno de mi marido esta contratando los obreros y artesanos necesarios para rehabilitar el Palacio. He estado mucho tiempo dormida y, claro, una casa como esta sin los necesarios cuidados… - Se animaba ella, dispuesta a contarle ya todas las reformas que eran necesarias.
- Pero – cortó él - ¿Y el camino hasta aquí? – Preguntó.
- ¿Camino? Ah! Ya veo, vos debisteis llegar por el Sur, que todavía no hemos podido limpiar. Mi marido llegó por el Norte, ¿sabéis? – Contestó ella, asomándose por la ventana de la torre que daba al Norte, y donde era apreciable a simple vista un camino que llegaba hasta el Palacio, algo más estrecho, eso sí, pensó, que el que había hecho él en el lado Sur.
- Bueno, pues no sé qué decir, supongo que aquí sobro, perdonar – Dijo él, volviéndose hacia la puerta y decidido a dejar aquella habitación.
- No, no, no os marchéis así… No puedo ofreceros gran cosa, pero por lo menos tomad un vaso de vino, había una gran cantidad en Palacio y espero que haya envejecido bien.

Accedió a ello porque aún seguía aturdido por lo ocurrido y porque tenía sed ¡qué diablos! Tomaron el vino y se alargó la conversación y ella estaba esplendida y él seguía desesperado porque estaba convencido de que ella hubiera sido La Princesa de Cuento ideal. Se terminó el vaso de un trago y decidido a marcharse inicio su despedida:

- Mi señora, lamento no haber sido el primero, estoy convencido de vuestro esposo es un hombre especialmente afortunado y así ha sido agraciado con su matrimonio con vos. Pero, siendo el segundo, no pudiendo ni anhelar vuestra compañía, entended que debo retirarme, no sería propio que me encontrase, vuestro esposo, en estos aposentos.
- Por eso no os preocupéis, mi buen caballero, mi esposo tardará en volver.. no sé que dijo de que iba en busca de un amigo suyo que era diseñador y … - Se explicaba ella.
- Perdonad mi señora – interrumpió él -, pero no es esa la cuestión. Estoy faltando al honor y al respeto que se merece vuestro marido.
- Pero si solo estamos hablando, mi buen caballero. Hablamos de esto, de lo otro, ¿qué mal hay en ello?
- No, nada, por supuesto, nada más pretendo mi señora – Casi enojándose, respondió él.
- Pues quizá deberíais, mi buen caballero, quizá deberíais.- Sonreía ella.
- ¿Perdón, mi señora? – Se escandalizó él.
- Si, si, daros cuenta, que, en todo este tiempo me he perdido muchas cosas, de las que me gustaría informarme, y, por supuesto, manifestar mi opinión, y… - Siguió ella, ya, irrefrenable.

Capituló y reconociéndose a sí mismo que también a él le apetecía informarla y cambiar opiniones sobre los últimos chismes acontecidos en su mundo y, a fuer de ser sinceros, aquél vino había envejecido bastante bien, permaneció a su lado. Continuaron la conversación hasta que salió el tema del beso, y, espantado, el buen Príncipe Azul, escuchó como ella describía su beso como mucho mejor que el de su actual marido, que, donde va a parar, mucho más cariñoso, mucho más sensual. Y cuando dijo aquello, mirándole con sus ojos chispeantes, en los que, no quepa duda, algo de culpa debe tener ese vino, no pudo remediarlo y volvió a besar esos labios con mayor pasión e intención que la primera vez. No en vano, el Príncipe Azul se había reservado durante tiempo para su Princesa de Cuento. Ella no solo no se aparto de su beso, sino que se lo devolvió con creces y abrazándosele fuerte murmuro algo parecido a “!por fin!”
Fue una noche gloriosa, tremenda, fascinante. Ella ya no era virgen, ya no era lo que él había esperado, pero, por ello, quizá, fue más gozosa.
El Príncipe Azul ha renunciado a cumplir con su Memorándum, bueno, al menos, con lo de “Contraer Matrimonio”. Ahora se le ve en todas las fiestas de todos los Palacios, regodeándose en escotes y esbeltos talles, lanzando miradas insinuantes y susurrando a los bellos oídos de las bellas, las palabras más deliciosas, los cumplidos más elegantes y las proposiciones más sugerentes